viernes, 4 de junio de 2010

Así, a veces

A veces olvido recordarte. Porque si te recuerdo y no te encuentro, no sé si después recordaré que debo olvidarte.

A veces me gusta recordarte, porque me río contigo y recuerdo que me hace incompleto olvidarte.

A veces me río, recuerdo el olvido y de nuevo empiezo a buscarte.

Dónde dejé el olvido, que de nuevo recuerdo que a veces me olvido de olvidarte.

domingo, 9 de mayo de 2010

El sweater gris

La verdad es que lo de él no era citar los aforismos o proverbios. Siempre se confundía, y lo peor de todo es que a pesar de saberse un poco incompetente se llenaba de una irresponsable falta de conciencia para proferirlos a la primera provocación. Por ejemplo el asunto de la tal “primera piedra”. Ya no sabía bien a bien si la máxima implicaba que aquellos libres de recuerdos aventaban piedras o si la cosa se trataba de que los que creyeran que no tenían pecados lo hicieran, pero en este último caso ¿cómo habrían de tener pecados si se la pasaban perdiendo el tiempo aventando piedras? Caramba, si ya vivir es lo suficientemente confuso y difícil, eso de andar catalogando los actos como pecados es casi incómodo y puede ser autocomplaciente, pero además agarrarse a pedradas es el colmo. Como sea, el caso es que lo suyo no era la cita textual de los dichos públicos, a veces voluntariamente los cambiaba y otras sólo de forma involuntaria. En todo caso sólo era un síntoma de una memoria que le protegía amorosamente y le cuidaba.

Aunque le parecía un misterio fascinante entender por qué la gente solía recordar cosas distintas a pesar de haber compartido una misma historia o simplemente haber coincidido en un mismo momento o lugar, le intrigaban aún más las posibilidades que los recuerdos asimétricos podían hacer. Era como haber estado y no al mismo tiempo como ejecutante y como público de la trama ¿Por qué no te acuerdas de nada a veces? ¿Se vive mejor así?

Esa primavera era particularmente calurosa y quizá uno de sus efectos era provocar una reacción cerebral en la que el sobresalto de los recuerdos permitía atenuar el duro golpe del calor con la sombra del recuerdo. Ya sabes, como apagar el fuego con el fuego mismo. De todas las que recordaba, esa era una de las pocas ocasiones en las que, gracias tráfico de la ciudad, había llegado anticipadamente a una cita. Y mientras esperaba bebiendo una cerveza inició un periplo por los caminos de los aforismos hasta que la vio acercarse. Se aproximaba con una sonrisa escandalosamente radiante, ligera, casi reprochable. De esas sonrisas que anuncian la inminencia del desastre, cuando uno entiende que no hay defensa, que ya era tarde para no ver, no estar o continuar circunnavegando en los límites.

Y como pasa cuando los viajeros se encuentran después de largas jornadas y de haber coincidido en el camino, cruzaron de golpe al pasado de alguna forma, apretando algún botón invisible que él nunca ha tenido o con un conjuro oculto atrás de los gerundios que usó ella, escondidos en su sonrisa o cerca del mesero que permanecía solícito en las proximidades. Y hasta ese momento, el del salto que esa sonriente viajera le regaló, comenzó a comprender que los recuerdos se hacen con los que uno forma, pero también con los que los demás le prestan a uno. El choque no fue menor, el orden del recuerdo siempre lo había creído de atrás hacia adelante, del pasado al presente y de ahí hacía el futuro. Pero la invitación que le hacía ella y su ligereza para reír desordenaba todo ¿Y si también se podían llenar los recuerdos al revés?

-¿No te acuerdas que estuvimos muy cerca de niños? –Preguntó ella con una destructiva sonrisa que seguramente nunca le ha negado nada.

Y aunque lo que la elegancia dictaba retumbaba en la cabeza de él – di que sí, di que sí, di que sí. La imagen de su sonrisa se escuchaba como los Beatles en I’m looking through you, nunca más útil al verla reír:

I´m looking through you, where did you go? I thought I knew you, what did I know? You don’t look different but you have changed. I´m looking through you, you’re not the same!

- La verdad, vagamente – Pensaba que no hubiera podido olvidar su sonrisa y que no guardaba detalle del balance de su rostro. ¿Qué tan cerca habían estado? No recordaba su cintura, no recordaba que lo hacía reír, no recordaba sus besos, no recordaba sus manos acariciando su rostro ¿Qué tan cerca estaba el recuerdo de ella de ser cierto? ¿Qué tan cerca ella de él?

- ¿En verdad no te acuerdas? – Preguntaba buscando el flotador en el naufragio de la memoria ajena.

Su propia sonrisa lo delató, el recuerdo de la adolescencia irrumpía impúdicamente – Maldito calor traicionero

-Bueno, sí. Te recuerdo ¿No usabas un sweater gris con el cuello alto? Pudo sonar a broma, pero él en verdad buscaba rápidamente en la desprolija caja de cosas al interior de la cabeza una reliquia indudable que uniera el pasado y el presente.

-¡Claro! Mi sweater gris – Dijo aliviada, aunque el alivio en verdad que fue mutuo ¿Así que en verdad era gris?

- Seguro te acuerdas porque es el mismo sweater que usé el día que nos tomaron la foto del cole, cuando nos graduábamos. Esa de la que todos tenemos una copia.

En realidad no tuve corazón para decirle que la foto la perdí hace años, en alguno de los centésimos cambios de casa que tuve. Y que el problema de viajar ligero es que a veces no se extraña la añoranza. Salvo en un caso que afortunadamente no fue tema de conversación.

Llegó la noche y durante el resto de la velada reímos aliviados de lo que pudo ser un desastre memorístico digno del olvido.

Al llegar el momento de irse, mientras ella se adelantaba a pedir su camioneta. La vio detenidamente, como cuando inconfesablemente en la adolescencia él la vio por última vez con su sweater gris y pensaba que sería lindo besar a esa chica que usaba un sweater en plena época de calor. Y nunca más supo de ella después. Como impulsado por un resorte, viajó en el tiempo para alcanzarla antes de subir a su camioneta, ella se acercó y él entonces comenzó a formarse un recuerdo de su cintura, del balance de su rostro, del sabor de sus labios, de su mano acariciando su rostro.

Quién sabe, si el aforismo implica que aquellos libres de recuerdos arrojen la primera piedra. Él ya tendría una menos que aventar, o por lo menos, no tendría que hacerlo entre los primeros.



lunes, 3 de mayo de 2010

La huella de la gelatina

A veces por la mañana era como estar en medio de ningún lado. Así pasaba a veces, una mezcla extraña entre sentir un vacío y sentir una ligera opresión que se alojaba justo ahí en su recuerdo. Pero ya comenzaba a acostumbrarse, lo mismo sucedía con asombrosa precisión cada vez que la veía, la recordaba o ella huía por las razones que fueran. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que la sentía como un vacío? No sabía, quizá un instante o no. Pero esa era su huella en él.

Un pequeño camión con música que anunciaba gelatinas se atravesó en sus cavilaciones. No ha existido un recuerdo más claro de ella que ese camión de gelatinas. ¿Hace cuánto dejó de pasar el camión que vendía gelatinas enfrente de él? No sabía, pero seguro que sólo existió en su vida una fracción cautivante de su infancia.

Era extraño como se podían mezclar los recuerdos para inventar una plástica memorística más cercana a la gimnasia que a la colección de hechos que lo definían ahora, y que hacían que en la mayor parte de las fotografías en las que él aparecía después de ella, siempre aparecía con una sonrisa lenta, a punto de borrarse. El camión de gelatinas que recorría las calles de la ciudad anunciándose con una música insistentemente circense y apocalípticamente feliz, siempre se detenía. Y se podía omitir, no, se podía perdonar el mal gusto de su anunciada llegada cuando se abría la pequeña puerta lateral. Al ocurrir eso, salían mágicamente las mezclas de aromas más locas que uno pudiera imaginar y no había más, había que acercarse para llenarse de ese espectáculo, para bañarse y contagiarse de eso que fuera. Nunca recordó la desazón cuando se iba el camión que vendía las gelatinas, sólo recordaba su aparición.

Nunca se preguntó por la ruta del camión de gelatinas y tampoco intentó nunca seguirlo para descubrir el misterio de su aparición. Sólo lo esperaba, como algo irremediable. Como algo que ocurriría de verdad, aunque no fuera cierto más que en él. Así era ella aquellos días, iba y venía, iba y venía. Ya sonaría el móvil, ya aparecería un mensaje suyo, ya volvería a dejar su huella de gelatina. Aunque esta vez quería descubrir sus misterios y dejar atrás la mezcla de vacío y opresión en su recuerdo a la vez.

miércoles, 2 de abril de 2008

Un viaje en el estribo

Como todo el mundo, a él le gustaba buscar entre los recuerdos. Sí, mira. Es cómo cuando te decides a hacer la limpieza de tu estudio, el cuarto de los trebejos, tu habitación o cualquiera de esas áreas de casa en las que habitan recuerdos, fotografías, documentos empolvados, en fin cosas que uno cree que han perdido utilidad y sentido de contemporaneidad. Por más aplicado y eficiente que uno se proponga el día, al tomar entre las manos esos montones de historias, propias o ajenas, uno siempre queda atado al polvo, a la remembranza, a la refundación de los hechos y, a veces, por qué no, al arrepentimiento.

Pues sí, a él le gustaba revisar. Le gustaba regresar de vez en cuando en las historias como buscando mejores formas de adaptarse al mundo. No pocas veces se confesaba a sí mismo que limpiar y dejar atrás las cosas que en algún momento le fueron vitales a veces le hacían perder un poco el tiempo, aunque secretamente disfrutaba sus reencuentros. No, definitivamente no buscaba por nostálgico y, aunque le gustaba, no era un macabro propósito premeditado por prolijo. La búsqueda y la lectura de los recuerdos ocurrían aleatoriamente, siempre detonadas por un aroma, un color, un sonido, un sabor. En fin, una circunstancia cualquiera.

Al conducir su automóvil aquella tarde por el extenso campus central universitario se detuvo en una encrucijada. Aunque tenía varias cosas que hacer, el tiempo parecía estar de su lado. ¿Dirigirse a la izquierda o a la derecha? La vía en la que circulaba era poco transitada, de modo que tuvo tiempo suficiente para pensar en cuál de las dos direcciones conducir. Ambas podrían llevarle, con diferencias paisajísticas notables, al lugar al que deseaba dirigirse. Sin embargo, el golpe sobrevino. Sin poder remediarlo, los recuerdos se incrustaron en su mirada y la calle desierta en la que tendría que circular, en cualquier sentido, se convirtió en la parodia de su propio sentimiento de soledad sin ella. Sin esa silueta que a veces cobraba rostro y a veces se desdibujaba. Que a veces lo abrazaba y cobijaba. Pero otras, simplemente no y sólo se esfumaba como una sombra con la luz.

Finalmente optó por virar a la izquierda. Claro, nunca fue un propósito ideológico aunque conocía la literatura. Era sólo que virar a la derecha era demasiado fácil, era el mismo sentido de la circulación vehicular y el de las manecillas del reloj. Al ponerse en movimiento el auto, como queriendo bajar del mismo aquellos intempestivos recuerdos al tomarlos por sorpresa, se dio cuenta que lo siguieron acompañando.

Al continuar con su camino se vio enfrascado en una vorágine de recuerdos que se agolparon ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo se había convertido en lo que la gente creía? ¿Cómo había logrado sobrevivir a las frustradas clases de natación, a las diabólicas sesiones de conducción automotriz, a la pérdida de los amigos, a los abandonos, a los adolescentes juegos de adulto, a las acciones generosas, a las irrenunciables mezquindades, a sus propias creencias y convicciones, a las traiciones propias y de terceros, a las agobiantes clases extraordinarias de álgebra, a la fe de los demás? ¿Cómo?

Durante el trayecto a casa, mientras conducía, se dibujaba una lánguida sonrisa en su cara. No era que el cinismo lo poseyera. No. Sonreía al pensar que el camino de recuerdos que había recorrido podría ser suficiente para que se autoflagelara con el volante del auto, pero la sola imagen de un conductor golpeando su cabeza contra el auto en pleno calor tropical le parecía una caricatura dolorosa. ¿O a cuántos hemos visto que lo hagan sólo por recordar?

Minutos después de haber iniciado el recorrido, finalmente arribó. Los recuerdos lo siguieron hasta que escuchó su nombre en una voz familiar. El encantamiento de las evocaciones se rompía así, por suerte, para regresar al mundo. Para dejar de viajar al borde de un precipicio con un pie en el estribo, atisbando el desfiladero que lo esperaba pero en el que se negaba a caer.

Al cerrar el auto se preguntaba ¿cuántas oportunidades más le daría la vida para volver a empezar y cambiar los recuerdos por nuevas esperanzas? ¿Cuántas veces más tendría que andar en el filo de la navaja con un pie en el estribo? No lo sabía. Pero en ese momento sus únicas certezas fueron que tenía sed y que deseaba besar a la mujer de sus nuevos recuerdos.

lunes, 31 de marzo de 2008

El peso del recuerdo

Cuántas veces tendría que repetírselo a sí mismo. No lo sabía. Sin embargo, la voz desde adentro le decía que estaba equivocado por centésima ocasión, que no siempre lo que se ve es lo que es. Que a veces lo que se ve es sólo una extraña representación de uno de los tantos mundos que pueden existir y que de hecho existen, aunque sólo los podamos sentir.

Aquella tarde se sentía bien. Ya sabes. Es uno de esos momentos de paz y sosiego que a veces te regala la vida en el que nada te disturba, nada te duele, nada te preocupa y uno se pregunta si por fin se ha encontrado ese remanso que uno cree haber ganado después de tanto andar el camino, de tanto besar y después recoger los besos, de tanto creer y después desdibujarse. Quién sabe si merecidamente, pero eso con la ansiedad no importa, el caso es que era una de esas esporádicas tardes.

Al llegar a la plaza colindante con el viejo edificio de apartamentos en el que vivía, estacionó el auto y descendió para comprar unos cigarrillos y beber una cerveza en el bar de siempre, había tiempo antes de llegar a casa. Hoy se había desocupado antes y su soledad le aconsejaba gastar un poco de ese tiempo en mezclarse con la gente, hablar de nada, antes que se le olvidara cómo hacerlo.

En la vieja barra del bar, sintió su presencia inminente. Su aroma dulce, indudablemente dulce, empalagosamente dulce. Por fin su deseo de encontrarla de nuevo se cumplía, lo sabía. Ella abrazo su cintura por la espalda, beso su cuello. Él vio reflejada la imagen de ambos en el espejo del bar; juntos, como a veces ocurría cuando ella prometía nunca dejarlo.

Bajó el tarro de la cerveza, miró el espejo y antes de girar para poder besarla una voz dentro de sí le decía que no volteara, que no todo lo que se ve está. Pero su recuerdo era más fuerte. Intentó besarla y se desplomó. Por centésima ocasión se derrumbaba ante lo que suponía pero se resistía a creer, que hay promesas que la muerte impide cumplir.

miércoles, 19 de marzo de 2008

La inmortalidad del cangrejo

Cuando Claudia llegó para ayudar en lo que pudo, ya era demasiado tarde. A veces le pasaba así. No es que no tuviera voluntad o ganas por hacer las cosas, es que sólo se atrasaba. Pero lo que se llama ganas por ayudar al prójimo, lo que se dice ganas, pues siempre las tenía. En cuanto comité, organización o iniciativa colectiva existía o se fundara, ella siempre estaba presente.

Aquella noche comenzó como cualquiera otra. Sí. Coincidamos en el hecho que las historias que nunca se olvidan siempre aparecen de súbito. Las prefabricadas, las que se urden con estulticia, en el mejor de los casos sólo nos abochornan.

Varias veces habíamos caminado por esa misma calle, tan señorial y con tanta historia, en realidad nunca supo el nombre, pero de seguro que tenía nombre de héroe nacional ¿De qué otra forma se podría llamar una calle con adoquines y luminarias de hierro del siglo XIX? Después de esperarla para que bajara de su automóvil con toda la parsimonia que la caracterizaba, como si hubiese llegado a tiempo, le pedimos que nos diera la bolsa con las pinturas para poder terminar con las leyendas que adornarían algunas de las paredes de la ciudad a propósito de la asfixia en la que creíamos vivir. Y no es que fuera una sensación solamente, no. Eran días de tormenta y relámpago, días de una prolongada tristeza que nos embalsamaba y nos hacía reír casi nunca.

Los cinco que tendrían que participar en aquella protesta urbana – clandestina por la noche, incluyendo a Claudia, sabían, o más bien creían saber, que lo que estaban a punto de hacer ponía en tensión la soga, que los acercaba a un pequeño precipicio si los atrapaban. Pero entonces, y parece que aún ahora, creían que valía la pena. Que callar y aceptar las cosas sin decir algo, nunca pudo parecer digno, nunca pudo parecer amoroso.

Y así fue. Los rondines policiales estaban perfectamente cronometrados para poder trazar algunas leyendas y tener tiempo suficiente para escapar sin ningún problema con los gendarmes. Ninguno había pensado en eso mientras se distribuían las latas de aerosol. La adrenalina al tope, los corazones se escuchaban latir por las paredes de aquella calle de la Ciudad de México. Claudia se había retrasado, pero finalmente había llegado.

Así comenzaron una noche a escribir juntos. No era papel, eran paredes. No eran historias, eran ellos mismos. De aquella noche memorable, cuatro enajenados alcanzaron a escribir en diferentes muros:

“Al pueblo de México. El Presidente no es mi hijo, me apena. Atentamente. La gran puta”
“Se vende país entero o por partes…interesados comunicarse al congreso”
“Yo pisaré las calles nuevamente…sin pedir permiso y abrazado a su cintura”
“Mi unicornio azul en verdad no se perdió…fue deportado al Usumacinta”
“Sotana o condón: revolución”


Pero Claudia, la enorme Claudia, la recordada Claudia, la cosmopolita Claudia, la independiente Claudia, ella usó una pared para escribir:

“Morir, sólo se permite por amor”

Cuando lo leímos, no entendimos entonces. Antonio alcanzó a decir “o por atropellamiento”, antes que las sirenas de las patrullas nos alcanzaran. En el intento por huir, ella se quedó aterrada y paralizada. La sola imagen de Teresa, su mamá, y de las Hermanas del Perpetuo Socorro, que dirigían la escuela evidentemente confesional a la que asistía, le impidieron huir.

La policía nos detuvo porque ella no pudo correr, aún ahora no lo hace. Ella siempre creyó que a algunos nos habían atrapado aquella noche por solidaridad con ella. En realidad, a los que leímos su consigna callejera nos atraparon porque comenzamos a creer esa noche que ella tenía razón y no pudimos dejar de mirar la pared que garabateó. Cuando llegamos a la prefectura de policía acusados de “sedición social” pidieron los documentos de identidad y se llenaron los expedientes. Los cinco, parados contra un muro en el que nos tomaban fotografías, tuvimos que responder varias preguntas. Al llegar el turno de ella, que mantenía la mirada perdida en algún lugar, y preguntársele la ocupación; Claudia, con una aterradora voz ausente que combinaba con su mirada, sólo dijo: “Aprendiz de cangrejo inmortal”.

Nadie rió cuando lo dijo aquella noche. Su inusual palidez nos lo impidió. Su voz había cambiado.

Varios meses después, cuando fueron liberados y según el juez readaptados, regresaron a aquella misma calle y pusieron una plaquita de metal en la pared en la que ella había escrito aquella leyenda que los acompañaría por siempre. La placa decía:

“Aquí unos locos acompañaron una noche a la descubridora de la Inmortalidad del Cangrejo. Que así sea por siempre”.

Nunca volvimos a pasar por allí juntos. Pero hasta dónde sabemos, después de varios años, allí sigue todavía la placa. Y claro, aún existe esa noche de la que no podemos correr.

sábado, 15 de marzo de 2008

La condena de las mariposas

Las mariposas siempre le habían parecido un misterio. Primero orugas, después frágiles hojas voladoras. ¿Cómo es que podían acabar en el interior de la gente? No entendía y lo peor, él creía que nunca lo entendería. La última vez que pensó en ello fue cuando una sombra sólo dijo “ya no siento mariposas contigo”.
¿Por dónde se le podían meter a la gente? ¿Cómo podían vivir allí dentro? ¿Tendría que buscar incesantemente mariposas? ¿Y si las orugas se transformaban en mariposas, era inevitable que éstas se convirtieran en recuerdo y en dolor?
El teléfono móvil sonaba y las mariposas elevaron el vuelo. Él tomó la llamada, sonrío. Le dijo te amo y le pidió a ella inventar un conjuro para que lo liberara de la muerte de las mariposas, de su condena. Que no quería más mariposas, no más mariposas. A lo mejor sólo había que decirlo, a lo mejor sólo había que pedirlo para poder morir junto a ella sin ser oruga, mariposa o quimera.