lunes, 31 de marzo de 2008

El peso del recuerdo

Cuántas veces tendría que repetírselo a sí mismo. No lo sabía. Sin embargo, la voz desde adentro le decía que estaba equivocado por centésima ocasión, que no siempre lo que se ve es lo que es. Que a veces lo que se ve es sólo una extraña representación de uno de los tantos mundos que pueden existir y que de hecho existen, aunque sólo los podamos sentir.

Aquella tarde se sentía bien. Ya sabes. Es uno de esos momentos de paz y sosiego que a veces te regala la vida en el que nada te disturba, nada te duele, nada te preocupa y uno se pregunta si por fin se ha encontrado ese remanso que uno cree haber ganado después de tanto andar el camino, de tanto besar y después recoger los besos, de tanto creer y después desdibujarse. Quién sabe si merecidamente, pero eso con la ansiedad no importa, el caso es que era una de esas esporádicas tardes.

Al llegar a la plaza colindante con el viejo edificio de apartamentos en el que vivía, estacionó el auto y descendió para comprar unos cigarrillos y beber una cerveza en el bar de siempre, había tiempo antes de llegar a casa. Hoy se había desocupado antes y su soledad le aconsejaba gastar un poco de ese tiempo en mezclarse con la gente, hablar de nada, antes que se le olvidara cómo hacerlo.

En la vieja barra del bar, sintió su presencia inminente. Su aroma dulce, indudablemente dulce, empalagosamente dulce. Por fin su deseo de encontrarla de nuevo se cumplía, lo sabía. Ella abrazo su cintura por la espalda, beso su cuello. Él vio reflejada la imagen de ambos en el espejo del bar; juntos, como a veces ocurría cuando ella prometía nunca dejarlo.

Bajó el tarro de la cerveza, miró el espejo y antes de girar para poder besarla una voz dentro de sí le decía que no volteara, que no todo lo que se ve está. Pero su recuerdo era más fuerte. Intentó besarla y se desplomó. Por centésima ocasión se derrumbaba ante lo que suponía pero se resistía a creer, que hay promesas que la muerte impide cumplir.

miércoles, 19 de marzo de 2008

La inmortalidad del cangrejo

Cuando Claudia llegó para ayudar en lo que pudo, ya era demasiado tarde. A veces le pasaba así. No es que no tuviera voluntad o ganas por hacer las cosas, es que sólo se atrasaba. Pero lo que se llama ganas por ayudar al prójimo, lo que se dice ganas, pues siempre las tenía. En cuanto comité, organización o iniciativa colectiva existía o se fundara, ella siempre estaba presente.

Aquella noche comenzó como cualquiera otra. Sí. Coincidamos en el hecho que las historias que nunca se olvidan siempre aparecen de súbito. Las prefabricadas, las que se urden con estulticia, en el mejor de los casos sólo nos abochornan.

Varias veces habíamos caminado por esa misma calle, tan señorial y con tanta historia, en realidad nunca supo el nombre, pero de seguro que tenía nombre de héroe nacional ¿De qué otra forma se podría llamar una calle con adoquines y luminarias de hierro del siglo XIX? Después de esperarla para que bajara de su automóvil con toda la parsimonia que la caracterizaba, como si hubiese llegado a tiempo, le pedimos que nos diera la bolsa con las pinturas para poder terminar con las leyendas que adornarían algunas de las paredes de la ciudad a propósito de la asfixia en la que creíamos vivir. Y no es que fuera una sensación solamente, no. Eran días de tormenta y relámpago, días de una prolongada tristeza que nos embalsamaba y nos hacía reír casi nunca.

Los cinco que tendrían que participar en aquella protesta urbana – clandestina por la noche, incluyendo a Claudia, sabían, o más bien creían saber, que lo que estaban a punto de hacer ponía en tensión la soga, que los acercaba a un pequeño precipicio si los atrapaban. Pero entonces, y parece que aún ahora, creían que valía la pena. Que callar y aceptar las cosas sin decir algo, nunca pudo parecer digno, nunca pudo parecer amoroso.

Y así fue. Los rondines policiales estaban perfectamente cronometrados para poder trazar algunas leyendas y tener tiempo suficiente para escapar sin ningún problema con los gendarmes. Ninguno había pensado en eso mientras se distribuían las latas de aerosol. La adrenalina al tope, los corazones se escuchaban latir por las paredes de aquella calle de la Ciudad de México. Claudia se había retrasado, pero finalmente había llegado.

Así comenzaron una noche a escribir juntos. No era papel, eran paredes. No eran historias, eran ellos mismos. De aquella noche memorable, cuatro enajenados alcanzaron a escribir en diferentes muros:

“Al pueblo de México. El Presidente no es mi hijo, me apena. Atentamente. La gran puta”
“Se vende país entero o por partes…interesados comunicarse al congreso”
“Yo pisaré las calles nuevamente…sin pedir permiso y abrazado a su cintura”
“Mi unicornio azul en verdad no se perdió…fue deportado al Usumacinta”
“Sotana o condón: revolución”


Pero Claudia, la enorme Claudia, la recordada Claudia, la cosmopolita Claudia, la independiente Claudia, ella usó una pared para escribir:

“Morir, sólo se permite por amor”

Cuando lo leímos, no entendimos entonces. Antonio alcanzó a decir “o por atropellamiento”, antes que las sirenas de las patrullas nos alcanzaran. En el intento por huir, ella se quedó aterrada y paralizada. La sola imagen de Teresa, su mamá, y de las Hermanas del Perpetuo Socorro, que dirigían la escuela evidentemente confesional a la que asistía, le impidieron huir.

La policía nos detuvo porque ella no pudo correr, aún ahora no lo hace. Ella siempre creyó que a algunos nos habían atrapado aquella noche por solidaridad con ella. En realidad, a los que leímos su consigna callejera nos atraparon porque comenzamos a creer esa noche que ella tenía razón y no pudimos dejar de mirar la pared que garabateó. Cuando llegamos a la prefectura de policía acusados de “sedición social” pidieron los documentos de identidad y se llenaron los expedientes. Los cinco, parados contra un muro en el que nos tomaban fotografías, tuvimos que responder varias preguntas. Al llegar el turno de ella, que mantenía la mirada perdida en algún lugar, y preguntársele la ocupación; Claudia, con una aterradora voz ausente que combinaba con su mirada, sólo dijo: “Aprendiz de cangrejo inmortal”.

Nadie rió cuando lo dijo aquella noche. Su inusual palidez nos lo impidió. Su voz había cambiado.

Varios meses después, cuando fueron liberados y según el juez readaptados, regresaron a aquella misma calle y pusieron una plaquita de metal en la pared en la que ella había escrito aquella leyenda que los acompañaría por siempre. La placa decía:

“Aquí unos locos acompañaron una noche a la descubridora de la Inmortalidad del Cangrejo. Que así sea por siempre”.

Nunca volvimos a pasar por allí juntos. Pero hasta dónde sabemos, después de varios años, allí sigue todavía la placa. Y claro, aún existe esa noche de la que no podemos correr.

sábado, 15 de marzo de 2008

La condena de las mariposas

Las mariposas siempre le habían parecido un misterio. Primero orugas, después frágiles hojas voladoras. ¿Cómo es que podían acabar en el interior de la gente? No entendía y lo peor, él creía que nunca lo entendería. La última vez que pensó en ello fue cuando una sombra sólo dijo “ya no siento mariposas contigo”.
¿Por dónde se le podían meter a la gente? ¿Cómo podían vivir allí dentro? ¿Tendría que buscar incesantemente mariposas? ¿Y si las orugas se transformaban en mariposas, era inevitable que éstas se convirtieran en recuerdo y en dolor?
El teléfono móvil sonaba y las mariposas elevaron el vuelo. Él tomó la llamada, sonrío. Le dijo te amo y le pidió a ella inventar un conjuro para que lo liberara de la muerte de las mariposas, de su condena. Que no quería más mariposas, no más mariposas. A lo mejor sólo había que decirlo, a lo mejor sólo había que pedirlo para poder morir junto a ella sin ser oruga, mariposa o quimera.

miércoles, 12 de marzo de 2008

La mesa de las sombras

Uno
Cuando la tarde caía su instinto les convocaba a encontrarse. Ya sabes, es como si a través de una regla oculta, de un código no dicho, uno supiera que ahí estarían los cuatro. Cómo habían llegado a desarrollar ese código, en realidad no lo sabía. Fue sucediendo de la manera en la que ocurren las cosas simples de todos los días que después se vuelven complicadas de explicar.
Al cruzar la plaza para llegar al café que los albergaba como una plaga urbana, la adrenalina se desataba. Intuitivamente sabíamos por separado que algo ocurriría, alguien propondría y amorosamente era una convocatoria para continuar nuestra complicidad.
La mesa del café que daba a la plaza, bajo la sombra de los ancestrales árboles coloniales, aunque posiblemente anteriores a ella, era el escenario de un encuentro que nunca se sabría hacía dónde los conduciría. No es que no supieran hacía dónde querían ir cada uno. Claro que lo sabían. No sabían las aventuras en las que se enfrascarían colectivamente, porque claro, había que poner en tensión la soga. Había que llevar al límite las excusas. Había que descubrir el mundo con los ojos propios y no en la piel ajena. Tenían la certeza que el mundo, los mundos, no eran los que habían aprendido y en los que se sentían tan incómodos.
Fueron tardes como cualquiera, en la que alrededor de esa mesa los cuatro se multiplicaron y pasaron a ser más. Fue la mesa de los debates acerca del amor, la muerte y las inolvidables mujeres.
Fue la mesa en la que sin quererlo, construimos una larga lista de complicidades que supongo que aún nos duelen, ¿o no?

Dos
Sin decirlo, se decidió el lugar para nuestras reuniones consuetudinarias sólo asistiendo al encuentro, después del periplo que nos enfrascó en varios años de una vida azarosa. Bueno, supongo que ese es el peligro de creer en lo que uno piensa, al menos a veces.
Una tarde, después de varias botellas de Tanat Roble, Antonio se levantó para decir que el amor era para las mascotas, para los hombres era la pasión. Recordarlo, siempre fue triste, aunque igualmente tentador.
No sólo la pasión, o la interpretación que de ella hacían, se convertiría en el eje de las complicidades que llevaban a cabo, se volvió un estilo de vida o un estilo de muerte. También la ligereza y la insignificancia en la levedad eran parte de un juego que acabaría por extinguirlos. Con Calvino y Kundera, con Kundera y Calvino, entonces no había otra forma de intentar existir.

Tres
¿Quién te recordará? ¿Quién se acordará de nosotros? ¿Por qué lo harían? Esas preguntas se habían discutido aquella tarde en la mesa del café, antes de decidir viajar al mar. No encontramos entonces una respuesta, ésta llegó sola cuando el auto patinó por la autopista.
El reporte del servicio forense identificó cuatro cuerpos. La causa del accidente fue imputada al conductor. Nunca nos satisfizo el dictamen. Aún hoy, al reunirnos en la mesa de aquel café, discutimos y nos reímos, los cuatro estuvimos de acuerdo…en irnos al mismo tiempo.

martes, 11 de marzo de 2008

Um fado com você

Fue al abrazar tu cintura que todo entendí. Tu piel me anunciaba el frío sin ti. Volteaba, buscaba, andaba, soñaba. Pero no te vi.
Un fado en la orilla del río y un tinto en la noche brumosa, de nuevo me hicieron volver a morir junto a ti.

lunes, 10 de marzo de 2008

El aeropuerto

Siempre le quedaba la idea de la falta de tiempo de su lado cuando llegaba al aeropuerto. En cualquiera, no importaba cuál. Juárez en la Ciudad de México, Ezeiza en Buenos Aires, Barajas en Madrid, Schipoll en Amsterdam, Fiumicino en Roma, De Gaulle en Paris. No importaba cuál. La sensación lo invadía como una sombra que asciende lentamente desde los pies hasta la cabeza, lenta pero inexorablemente. La sensación era breve, era siempre un aroma a despedida. Sí, los aeropuertos son las más de las veces un lugar para despedirse.
A veces despedirse es necesario, él lo sabía bien. Despedirse de lo que uno deja atrás, de lo que uno fue en algún instante, de los recuerdos que uno se lleva y que los demás nunca reclaman. El aeropuerto es así. La gente corre y va siempre de prisa con caras de ansiedad, por el retraso, por las despedidas, por los arribos, por lo que vendrá.
De pequeño le encantaba ir al aeropuerto para ver el despegue de los aviones. Le maravillaba ver a los aeroplanos tomar la pista, adquirir velocidad y de repente levantarse. Ver que se elevaba el poder del ingenio humano por los cielos y llevaba a la gente a tierras lejanas, a nuevas historias, seguramente a grandes aventuras. Él quería estar ahí y volar para ir allá, a dónde fuera que volaran esas máquinas.
Ahora estaba sentado nuevamente en la sala de espera de un aeropuerto. Había crecido, había volado, había aprendido a ir por el mundo en un avión. Había crecido creyendo que los aviones lo transportarían al lugar que le correspondería en la vida, a casa. No tenía la certeza aún de haber encontrado ese lugar. Sin embargo, la voz en los altoparlantes del aeropuerto aquella madrugada le recordaba que sí, que siempre lo había tenido. Que Carroll tenía razón al haber escrito: Home is where the heart is.
De repente, el aeropuerto se volvió un lugar para el viaje de las esperanzas. Sólo eso. Pero para él, era más que suficiente.