Cuántas veces tendría que repetírselo a sí mismo. No lo sabía. Sin embargo, la voz desde adentro le decía que estaba equivocado por centésima ocasión, que no siempre lo que se ve es lo que es. Que a veces lo que se ve es sólo una extraña representación de uno de los tantos mundos que pueden existir y que de hecho existen, aunque sólo los podamos sentir.
Aquella tarde se sentía bien. Ya sabes. Es uno de esos momentos de paz y sosiego que a veces te regala la vida en el que nada te disturba, nada te duele, nada te preocupa y uno se pregunta si por fin se ha encontrado ese remanso que uno cree haber ganado después de tanto andar el camino, de tanto besar y después recoger los besos, de tanto creer y después desdibujarse. Quién sabe si merecidamente, pero eso con la ansiedad no importa, el caso es que era una de esas esporádicas tardes.
Al llegar a la plaza colindante con el viejo edificio de apartamentos en el que vivía, estacionó el auto y descendió para comprar unos cigarrillos y beber una cerveza en el bar de siempre, había tiempo antes de llegar a casa. Hoy se había desocupado antes y su soledad le aconsejaba gastar un poco de ese tiempo en mezclarse con la gente, hablar de nada, antes que se le olvidara cómo hacerlo.
En la vieja barra del bar, sintió su presencia inminente. Su aroma dulce, indudablemente dulce, empalagosamente dulce. Por fin su deseo de encontrarla de nuevo se cumplía, lo sabía. Ella abrazo su cintura por la espalda, beso su cuello. Él vio reflejada la imagen de ambos en el espejo del bar; juntos, como a veces ocurría cuando ella prometía nunca dejarlo.
Bajó el tarro de la cerveza, miró el espejo y antes de girar para poder besarla una voz dentro de sí le decía que no volteara, que no todo lo que se ve está. Pero su recuerdo era más fuerte. Intentó besarla y se desplomó. Por centésima ocasión se derrumbaba ante lo que suponía pero se resistía a creer, que hay promesas que la muerte impide cumplir.
Aquella tarde se sentía bien. Ya sabes. Es uno de esos momentos de paz y sosiego que a veces te regala la vida en el que nada te disturba, nada te duele, nada te preocupa y uno se pregunta si por fin se ha encontrado ese remanso que uno cree haber ganado después de tanto andar el camino, de tanto besar y después recoger los besos, de tanto creer y después desdibujarse. Quién sabe si merecidamente, pero eso con la ansiedad no importa, el caso es que era una de esas esporádicas tardes.
Al llegar a la plaza colindante con el viejo edificio de apartamentos en el que vivía, estacionó el auto y descendió para comprar unos cigarrillos y beber una cerveza en el bar de siempre, había tiempo antes de llegar a casa. Hoy se había desocupado antes y su soledad le aconsejaba gastar un poco de ese tiempo en mezclarse con la gente, hablar de nada, antes que se le olvidara cómo hacerlo.
En la vieja barra del bar, sintió su presencia inminente. Su aroma dulce, indudablemente dulce, empalagosamente dulce. Por fin su deseo de encontrarla de nuevo se cumplía, lo sabía. Ella abrazo su cintura por la espalda, beso su cuello. Él vio reflejada la imagen de ambos en el espejo del bar; juntos, como a veces ocurría cuando ella prometía nunca dejarlo.
Bajó el tarro de la cerveza, miró el espejo y antes de girar para poder besarla una voz dentro de sí le decía que no volteara, que no todo lo que se ve está. Pero su recuerdo era más fuerte. Intentó besarla y se desplomó. Por centésima ocasión se derrumbaba ante lo que suponía pero se resistía a creer, que hay promesas que la muerte impide cumplir.